Despedida de lingue
Texto por Stephan Puschel
Dicen que puedes escuchar las ausencias de los bosques justo antes de la amanecida, cuando el día todavía no ha recogido sus manteles negros, y los perros ovillados en el frío aún sueñan con la promesa venidera del sol. En Chosme, las laderas onduladas, cubiertas de niebla, nos enseñan el hueso rojo y desnudo de su herida. La arcilla que engrasa los engranajes de cuarzo de estos cerros es una roca indestructible en el verano, pero corre una y otra vez como ríos y cascadas feroces en los inviernos.
La torta húmeda y deliciosa que esparce la vida, la gruesa hojarasca de tiempo amontonado bajo los árboles ha desaparecido. El espeso pelaje del suelo se ha perdido. Según los datos oficiales, la comuna de Florida posee hoy menos de una décima parte de su antigua selva nativa. Un enorme imperio de pinos y eucaliptos ha ocupado la casa de los largos hualles y los peumos aromáticos, de maitenes silenciosos y estrellados quillayes, de los siempre fríos arrayanes y los boldos medicinales.

Ahí, hace dos años, entre las masas uniformes de plantaciones gigantescas te vi por primera vez, viejo amigo. Hacía otoño. En el reflejo de tus altas hojas oscuras las torcazas devoraban a gusto tus frutos. Helechos prehistóricos crecían de tus sombras. El viento te caminaba por las ramas, mientras yo me preguntaba cuántos años tenías, quién eras, y cómo habías venido a parar aquí, al borde del camino polvoriento que, sin saberlo, iba a ser tu ruina.
Me imagino al hombre montado en la máquina que ensanchando esta huella te derribó, cumpliendo con su trabajo, para pagarse con ello la comida o el vicio, para abrir paso a las nuevas parcelas con su legión de alambres de púa y corridas de postes para la electricidad.
Pienso en las ciudades, pienso en el azar de tantos lugares erróneamente arrasados, de pasajes, de plazas, de árboles demolidos también como las casas, de mujeres y hombres derrumbados en las oficinas y las fábricas, o en microbuses apiñados regresando del trabajo, de un montón de almas taladas hasta el suelo. Pero pienso también en nuestra incansable voluntad de libertad, en el deseo de estirarnos como fuese desde las profundidades de la desgracia, hábilmente, para echar hojas al cielo y transmitir la historia de nuestra familia, igual que hace un lingue.

Para mí fuiste el primero de los lingues. Fuiste el lingue que me enseñó todos los demás lingues. Porque eras el álbum completo de toda una especie, rostro sin tiempo, todos cabían dentro de ti. Tu muerte me hace sufrir pues tu destrucción me importa, me indigna, como si algo muy preciado de mí hubiese sido sacrificado también contigo. Dicen que todo lo que existe reacciona ante el afecto de la misma manera como lo hace el ser humano. No hay diferencia. Porque podemos encariñarnos de un árbol lo mismo de un gato o de un amigo, reconocer en su presencia un fragmento íntimo de nosotros mismos, una muesca insospechada de la vieja admiración con que dicen viene trenzado el amor.

Te vas como si nada hubiera pasado. Pero quién te recordará cuando yo me haya ido del mundo y tu imagen no sea sino un silencio perdido en la sombra de la memoria. ¿Cuándo dejaremos de ensanchar las calles y los caminos de nuestra indiferencia, para ensanchar los de nuestra existencia con todo lo que estaba aquí antes que nosotros? Olvidar no es más que otro protocolo de la modernidad.
A lo lejos se escuchan ranas en las vegas empapadas de lluvia y junco. Por la ventana observo las tres plántulas que nacieron del puñado de semillas que recogí de ti. Una amiga que no pudo conocerte las sembró hace un año. Con paciencia, tus hijas, con sus tallos mojados y brillantes, cuidan ya de tu anónimo linaje.
“Nuestra misión es restaurar lo que otros destruyen”, me dijo un día un hombre sabio de Florida. “Aunque vivimos en tierras sin raíces, lo desaparecido vuelve a brotar”, sentenció.
Atardece. Vuelven a aparecer las primeras estrellas sobre nuestras cabezas. Mañana va helar. De las laderas comienza a subir un graznido de treiles que regresan en la oscuridad.

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